Aventuras Losinas (II)
Y estaba yo el viernes en la duda de qué medio de transporte coger para volver a casa, sabedor como soy de las grandes aventuras que suelo correr en todos ellos.
Me decidía por fin por aquel autobús tan entrañable de las siete de la tarde. Hora ésta en la que la estación es un hervidero de mochilas con piernas, prisas, dársenas equivocadas y extranjeros que buscan el autobús número uno (que nunca está donde debe).
Me subo en mi transporte, sé que tiene que ser el 36 pero ni siquiera me he fijado en el número, simplemente he buscado el bus más viejo y decrépito de todos y he acertado. Es lo que da la experiencia.
Comienzo a pensar que no he tenido mucha mala suerte cuando resulta que por dentro no está tan mal. Pero todo es una broma, porque se me ha olvidado que son fiestas en uno de esos grandes pueblos de Dios, y el autobús comienza a llenarse y a llenarse, esta vez no de señores y señoras con bolsas que empujan y se lían con el número del asiento, no. Mucho peor, de adolescentes.
A decir verdad yo no me puedo considerar el ser más normal del autobús puesto que mis pintas me delatan: camiseta de pantallazo azul de windows, gafas en ristre, portátil sobre las rodillas y leyendo un libro sobre cibernética escrito por Norbert Wiener. Pues eso, que soy el friki del bus.
Los asientos se completan y yo rezo para que no me toque al lado el personaje de turno. Curiosamente se sienta a mi lado un muchacho con pinta de poco raro que lleva un librito en francés, y los dos nos enfrascamos en amena lectura omitiendo la presencia del otro. El bus va tan lento que ni te mareas leyendo.
Pero todo era un espejismo. El muchacho guardaba no sé bien dónde dos botellas de Coca-Cola de medio litro y comienza a beberlas con deleite a mitad del viaje. A esas alturas ya ha dejado el libro, que tenía pinta de ser un coñazo, y eso que yo no sé francés. Pone la música del mp3 a todo trapo y, por efecto de la cafeína y de sus propias hormonas comienza a contonearse espasmódicamente al ritmo de la música rockera que le taladra los lóbulos temporales.
Procuro desconectar de la bizarría de mi asiento compartido y del autobús repleto. Pero claro está, para eso hay que escuchar a los demás, porque ha oscurecido y a Wiener ya no se le entiende. Y los demás son grupitos de adolescentes dedicados a:
- llamar por el móvil para encargar a sus amigos que vayan comprando el alcohol, que ellos llegan enseguida.
- hablar de a quién se ligaron el fin de semana pasado
- hablar de a quién se piensan ligar este fin de semana.
Es la primera vez que comulgo con el sentimiento popular jubilado porque ahora yo me siento tan perdido y horrorizado como ellos. A estas alturas el muchacho de al lado ya se ha trincado botella y media de Coca-Cola, guardando el resto entre sus temblorosas piernas a modo de estandarte cafeínico para ponerse a tono.
Pero se acaba. Todo se acaba en esta vida. Después de que el autobús pare y yo me baje en un pueblo que nadie de los que va arriba se ha planteado nunca que era un pueblo, yo me siento libre. El bus sigue su marcha hacia el desenfreno y descontrol de un fin de semana muy muy hormonal por lo que pude escuchar.
Lo siento por los jubilados. Espero que no hayan renegado de su fe en la raza después de ese viaje. Como alguno de esos críos salga elegido presidente alguna vez, los macrobotellones van a ser canciones de cuna comparado con lo que estarán dispuestos a aprobar.
He dicho
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